ENTERRAR A LOS
MUERTOS
En la profecía
del juicio final, el Señor se identifica con seis tipos de personas necesitadas
de atención. A ellas se añadió ya desde el siglo IV una séptima obra de
misericordia: la de dar sepultura a los difuntos.
Enterrar a los muertos es una medida
higiénica, pero es el último acto de servicio que podemos prestarles. Este acto
define la calidad y el estilo de una familia. El respeto a los difuntos denota
el respeto que se concede a la persona. Por eso, nos molesta la frivolidad y la
rutina con que, en algunos casos, se lleva a cabo este acto.
La Biblia anota
que Abraham se preocupa de comprar en Hebrón una sepultura para enterrar a Sara
(Gén 23,4). Él mismo será un día sepultado allí por Isaac e Ismael (Gén 25,9),
como lo será a su vez Isaac (cf. Gén 35,29).
Para ensalzar la
virtud de Tobit se cuenta que daba sepultura a los hijos de su pueblo
deportados en Nínive, aunque esa obra de compasión le mereciera denuncias y
persecución. Entre los consejos que ofrece a su hijo está el de dar a su padre
y a su madre una digna sepultura (Tob 4,3-4).
Hay un texto
evangélico que a veces escandaliza a las familias. Un individuo pretende seguir a Jesús, pero solicita que le
conceda permiso para ir antes a enterrar a su padre. Jesús contesta con una
frase cortante: “Sígueme y deja a los muertos que entierren a sus muertos” (Mt
8, 22). El texto sugiere que hay
que preferirle a Él antes que a otros
deberes, por muy sagrados que parezcan.
Por su parte,
Jesús interviene con su poder en los
ritos funerarios de un joven de Naím, en el velatorio de la hija de Jairo y en
el duelo por su amigo Lázaro. En los tres casos, Jesús devuelve la vida a los
muertos.
José de Arimatea baja de la cruz el cuerpo de
Jesús, lo envuelve en un lienzo y lo deposita en un sepulcro nuevo excavado en
la roca. Pasado ya el sábado, las mujeres pretenden completar los ritos del
sepelio. Esa decisión favorece la manifestación del Señor resucitado.
Esta obra de
misericordia nos lleva a redescubrir y proclamar el sentido humano y religioso de
la sepultura. Enterrar a los muertos puede
ser un gesto profético. Por él anunciamos el triunfo de la vida sobre la
muerte. Por él denunciamos la manipulación de la vida y de la muerte. Por él
renunciamos a politizar la muerte y los funerales y a convertirlos en un
espectáculo más en la sociedad del
consumo.
Finalmente, los
funerales cristianos han de ser un momento para dar testimonio de la fe en la resurrección y para anunciar,
celebrar y servir el “evangelio de la vida”. Es decir, han de ser un signo
cuasi-sacramental de la esperanza
cristiana.
En esa
celebración, los familiares y amigos de la persona que ha muerto pueden dar
testimonio de su fe en la resurrección, de su esperanza en el Señor resucitado
y de su amor a la persona que despiden.
José-Román Flecha Andrés