CONSOLAR AL
TRISTE
Tal
vez sea esta obra de misericordia la que con más facilidad puede conservar
todavía su carácter de tal. Consolar al triste es meritorio ejercicio de las
personas que sienten como suyo el dolor de los demás. El consuelo refleja y
consolida una relación de confianza y de
afecto entre dos personas: la que es consolada y la que consuela.
Para
consolar adecuadamente es preciso conocer profundamente a quien pasa por el
valle del sufrimiento y conocer el motivo de su dolor. De lo contrario, el
intento puede fracasar.
Para
que el consuelo sea respetuoso y adecuado será preciso también prestar atención
al momento oportuno para intentar ofrecer un gesto o una palabra de aliento.
Esto lo saben bien los miembros de una familia que vive en paz y en armonía.
En
la segunda parte del libro de Isaías, se presenta a Dios como el consolador de
su pueblo: “El Señor consuela a Sión, consuela todas sus ruinas: convertirá su
desierto en un edén, su yermo en jardín del Señor; allí habrá gozo y alegría,
acción de gracias al son de instrumentos”
(Is 51,3.12).
En
las páginas de la Biblia se menciona también ese consuelo humano que a veces no
encuentra la persona: “La afrenta me destroza el corazón y desfallezco; espero
compasión y no la hay, consoladores y no los encuentro” (Sal 69,21).
Como
signo y revelación del consuelo de Dios, Jesús mismo consuela a los afligidos y
a los que sufren. Basta recordar algunos ejemplos, como el hombre de la mano
paralizada, la viuda de Naím que lleva a enterrar a su hijo, Jairo y la mujer
que padece flujos de sangre.
En
el evangelio de Mateo, Jesús proclama dichosos a los que sufren, porque ellos
serán consolados. Dios mismo será su consuelo.
El mismo Jesús promete a sus discípulos otro Consolador que el Padre
enviará cuando se lo pidan.
Por su parte, en un texto voluntariamente
reiterativo, Pablo proclama la bondad del “Padre de las misericordias y Dios de
todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto
de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo
con el que nosotros mismos somos consolados por Dios” (2 Cor 1, 3-4).
Así pues,
es necesario evitar la indiferencia ante las
necesidades, la marginación o la pobreza del prójimo. En la indiferencia se
revela el egoísmo de quien pretende vivir atendiendo solamente a sus
necesidades o sus caprichos.
Ser indiferente ante los dolores o ante las penurias ajenas
indica que hemos perdido el sentido de la convivencia, de la solidaridad y de
la fraternidad.
Hay que denunciar las situaciones en las que
una persona o un grupo social padece un acoso puntual o sistemático por parte
de otras personas. No podemos pasar por el mundo ignorando la suerte –o la mala suerte- de los demás.
Sería un dolor que nos tratasen a nosotros de esa manera.
José-Román Flecha Andrés