COMO EL ROCÍO DE LA MAÑANA
Para
conmemorar los 50 años de la clausura del Concilio Vaticano II, el papa
Francisco nos exhortaba a celebrar un
Año Jubilar de la Misericordia. Ese año especial se abría el día 8 de diciembre
de 2015, es decir, el mismo día en que se cerraba el Concilio con aquella misa
celebrada por Pablo VI en la Plaza de San Pedro. Así lo evoca ahora Francisco:
“Derrumbadas
las murallas que por mucho tiempo habían recluido a la Iglesia en una ciudadela
privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de un modo
nuevo. Una nueva etapa en la evangelización de siempre. Un nuevo compromiso
para todos los cristianos de testimoniar con mayor entusiasmo y convicción la
propia fe”.
¿Cómo
olvidar aquel talante, aquella alegría, aquella esperanza con la que Pablo VI
nos despedía y enviaba “en el nombre del Señor”? Es de esperar que en este Año
Santo hayamos podido renovar el entusiasmo de aquel nuevo Pentecostés y
hayamos sentido “la responsabilidad de
ser en el mundo un signo vivo del amor del Padre” (MV 4).
El papa
Francisco decidió que el Año Jubilar se cerrara en la fiesta de Jesucristo Rey
del Universo, es decir el 20 de noviembre de 2016. Y añadía: “En ese día,
cerrando la Puerta Santa, tendremos ante
todo sentimientos de gratitud y de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad
por habernos concedido un tiempo extraordinario de gracia” (MV 5).
De todas
formas, este Año Jubilar nos ha dejado la ocasión de vivir de una forma
renovada dos grandes realidades de nuestra fe. En primer lugar, la conciencia
gozosa del don de la misericordia, con la que Dios nos acoge, perdona y
acompaña. Y en segundo lugar, la tarea de la misericordia con la que hemos de
escuchar, atender y custodiar a nuestros hermanos.
No ha sido
solamente el brote de un sentimiento más o menos pasajero. Muchas personas han
superado la tentación de la indiferencia ante los demás. Ha habido un resurgir de la conciencia de la fraternidad
universal. Son muchas las iniciativas que han ido naciendo y adquiriendo cuerpo
en el campo de la iglesia universal.
Evidentemente
se podría haber hecho más y mejor, tanto en la celebración del perdón de Dios,
como en la creación de nuevas estructuras de paz y de justicia, de
reconciliación y de servicio. Esta es la hora de revisar los pasos dados y de
pensar en enderezar el camino que nos queda por recorrer.
Con la
fiesta de Cristo Rey no se cierra el horizonte. “Encomendaremos la vida de la
Iglesia, la humanidad entera y el inmenso cosmos a la Señoría de Cristo,
esperando que difunda su misericordia como el rocío de la mañana para una
fecunda historia, todavía por construir con el compromiso de todos en el futuro
próximo”. Así lo ve el papa Francisco (MV
5).
José-Román Flecha Andrés