PROTEGER AL SER HUMANO
El día 4 de
abril de 1997 se firmaba en Oviedo un famoso documento patrocinado nada menos
que por el Consejo de Europa. Llevaba un título muy largo: “Convenio para la
protección de los Derechos Humanos y la dignidad del ser humano con respecto a
las aplicaciones de la Biología y la Medicina”.
Tan largo
era aquel título que fue abreviado, añadiendo a continuación este otro:
“Convenio sobre los Derecho Humanos y la Biomedicina”. Es verdad que con ello
no se ganaba en precisión. De todas formas, pronto se conocería simplemente
como el “Convenio de Oviedo”.
Hace veinte
años nos preocupaban sinceramente los desafíos éticos que estaban suscitando
algunos procedimientos técnicos. Se pueden recordar las preguntas relacionadas
con la reproducción humana asistida, la
experimentación con células madre embrionarias, las posibilidades de la clonación
y la manipulación del genoma humano.
Por medio
del Convenio, los Estados signatarios prometían proteger al ser humano en su
dignidad y su identidad y garantizaban a toda persona, sin discriminación
alguna, el respeto a su integridad y a sus derechos y libertades (cf. Art. 1).
Tal objetivo
merecía en principio un sincero aplauso. De hecho, se decía que “el interés y
el biensetar del ser humano deberán prevalecer sobre el interés exclusivo de la
sociedad o de la ciencia” (Art.2). Sin embargo, este postulado pronto sería
ignorado para permitir el uso de embriones para la investigación cientifica.
Evidentemente, para aceptar esas prácticas
bastaba con negar al embrión la categoría de ser humano, al que que pretendía
tutelar el Convenio. El mismo criterio excluyente permitiría a algunos Estados
despenalizar y aun legalizar las prácticas eutanásicas.
El artículo 3
del Convenio garantizaba el acceso equitativo a los servicios sanitarios. Y el artículo 4 decía que “toda intervencion
en el ámbito de la sanidad, comprendida la investigación, deberá efectuarse
dentro del respeto a las normas y obligaciones profesionales, así como a las
normas de conducta aplicables en cada caso”.
Seguramente
el texto no se refería solo a la legislación de los Estados signatarios del
Convenio sino también a los códigos deontológicos profesionales. Habría que ver
con qué rigor y coherencia se ha tratado de aplicar aquel principio.
Basta por
ahora la alusión a estos primeros artículos. A los 20 años de la firma del
Convenio de Oviedo sería bueno releer el texto y considerar si sus
orientaciones han sido aceptadas en la práctica. Es claro que las palabras, aun
las palabras escritas, pueden ser interpretadas a tenor de los intereses o las
presiones coyunturales.
Habrá que
apelar, como la Antígona de Sófocles, a unos principios anteriores a los
dictados de Creonte y a las leyes positivas. Y habrá que seguir enseñando a
caminar a la “niña esperanza” que admiraba a Dios, según los versos de Charles
Péguy.
José-Román Flecha Andrés