LA LLAMA Y SU LENGUAJE
“Cada uno los oímos hablar de las grandezas de
Dios en nuestra propia lengua”. Así concluye la primera lectura que se proclama
en la celebración de la misa, en esta solemnidad de Pentecostés (Hech 2,11).
Ese era el rumor que corría entre los peregrinos que habían acudido a Jerusalén
para la fiesta de Pentecostés.
El texto de
los Hechos de los Apóstoles habla de un estruendo como de viento impetuoso y de
una especie de llamaradas bajadas del cielo, que se posaban sobre cada uno de
los apóstoles. El viento y el fuego son dos fuerzas cósmicas imparables. Aquí reflejan la fuerza del Espíritu que
renueva a los seguidores de Jesús.
Como ha
dicho el papa Francisco, “era la llama de amor que quema toda aspereza; era la
lengua del Evangelio que traspasa los límites puestos por los hombres y toca
los corazones de la muchedumbre, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad”
(24.5.2015).
En el salmo
responsorial suplicamos a Dios que envíe su Espíritu para repoblar la faz de la
tierra (Sal 103). Y escuchando a san Pablo, pedimos que los diversos
ministerios inspirados por el Espíritu contribuyan de verdad al bien común de
la Iglesia y del mundo (1Cor 12,3-7).
LOS TRES
ENCARGOS
El texto del
evangelio que hoy se proclama (Jn 20,19-23) nos lleva hasta la
casa en la que los discípulos de Jesús se habían refugiado después de la muerte
de su Maestro. Se nos recuerda que habían procurado cerrar las puertas por
miedo a los judíos. Pero el Señor llegó de pronto con tres encargos
inolvidables
• En primer lugar, Jesús les mostró las manos
y el costado. No se trataba de una ilusión. No era un fantasma. Las llagas que
recordaban su pasión eran la prueba de la autenticidad de su misión y su
mensaje. Él había entregado su vida y se presentaba como triunfador de la
muerte.
• Además,
Jesús enviaba a sus discípulos como el Padre lo había enviado a él. Siendo de
condición divina, había caminado como un hombre. Y siendo de condición humana,
compartía con sus discípulos una misión divina.
•
Finalmente, Jesús entregó el Espíritu Santo a los suyos, otorgándoles la
autoridad para perdonar o retener los pecados. No se trataba sólo de un poder.
Les comunicaba el don y la responsabilidad del discernimiento sobre el bien y
sobre el mal.
LA ALEGRÍA
DEL EVANGELIO
El texto
evangélico anota cuidadosamente que “los discípulos se llenaron de alegría al
ver al Señor”. No deberíamos olvidar esa
anotación.
• Los
discípulos de Jesús no se presentaron ante el mundo con el rostro macilento y
resignado de los fracasados. A pesar de sus dudas y temores, habían recibido
del Señor Resucitado las verdaderas razones para la alegría.
• La
Iglesia de hoy no puede ignorar los sufrimientos que atenazan a tantas personas
a lo largo y ancho del mundo. No puede caer en la indiferencia o en la ingenuidad.
Tampoco en el fatalismo. No siempre podrá ofrecer satisfacciones, pero puede
anunciar la alegría.
• Con
nuestra vida y con nuestra presencia en el mundo, los cristianos queremos dar
testimonio de que “con Jesucristo
siempre nace y renace la alegría” (Papa Francisco).
- Señor
Jesús, con tu resurrección tu has convertido nuestro temor en alegría. Que la
llama del Espíritu haga comprensible el
lenguaje de amor que nos has confiado. Amén.
José-Román Flecha Andrés